Sorge: al servicio de dioses obsoletos

La memorialística y la biografía aplicadas al mundo del espionaje suelen dar excelentes historias reales que muchas veces superan al relato de ficción más imaginativo. Una de esas historias es la del espía soviético Richard Sorge, que trabajó para la Internacional Comunista y para la inteligencia militar soviética en países variados, aunque en la década de los años 30, ya convenientemente formado, lo hizo en China y Japón. Agente de penetración profunda, no dudó en afiliarse al Partido nazi alemán para tener una cobertura blindada que le permitió espiar al Tercer Reich desde Japón.

Por desgracia para él, sus superiores (comenzando por Stalin) no terminaban de fiarse de Sorge y su información más valiosa: la fecha exacta del ataque alemán contra la URSS en 1941, fue desatendida por el dictador soviético.

La biografía de Sorge escrita por Owen Matthews (2021) es una obra muy relevante por aportar documentación japonesa y soviética no sólo para ilustrar la calidad de su trabajo (no es la primera vez que se le califica como el mejor espía de todos los tiempos) sino también su inaprensible mundo interior sobre el que hasta ahora se sabía muy poco.

John Le Carré, que también estudió su figura, y dejó de él este retrato que recoge Matthews en su libro:

“Interpretó el papel del bohemio, y al tiempo que se abría camino al éxito bebiendo y puteando tenía como mascota una lechuza que vivía en una jaula en su habitación. Era un gran animador; la gente (incluso sus víctimas) lo adoraba; los soldados simpatizaban enseguida con él. Era un machote, y como a la mayoría de quienes se autodenominan románticos, las mujeres le resultaban innecesarias fuera del dormitorio. Era un exhibicionista, sospecho yo, y el público siempre estaba formado por miembros de su propio sexo. Era valiente, muy valiente, y abrigaba una idea de misión romántica: cuando arrestaron a sus colegas, se tumbó en la cama a beber sake y esperar el final. Quiso formarse como cantante; no fue el primer espía reclutado en las filas de los artistas fallidos. Un periodista francés lo describe como un hombre que poseía una «extraña combinación de encanto y brutalidad». En ocasiones, sin duda, mostró síntomas de alcoholismo. Esas son las características que llevaba consigo al hacerse espía. ¿Qué le dio el espionaje? Un escenario, se me ocurre; un barco para surcar sus mares románticos; una cuerda con la que anudar una colección de talentos mediocres; una vejiga de bufón con la que fustigar a la sociedad; y un látigo marxista con el que azotarse a sí mismo. Este sacerdote sensual había encontrado su verdadero oficio; nació, espléndido, en el siglo que le correspondía. Los que estaban obsoletos eran sus dioses”.

Matthews, Owen. Un espía impecable (Spanish Edition) (pp. 17-18). Grupo Planeta. Edición de Kindle.