Visionadas y revisadas con atención las cinco temporadas de la serie francesa Oficina de infiltrados (en francés: Le Bureau des Légendes) queda todavía más claro que se trata de una obra que ha revolucionado la narrativa sobre el trabajo de inteligencia y eso a varios niveles. Vaya por delante que el asesoramiento y el apoyo de la DGSE francesa ha sido fundamental. lo cual le ha salido muy bien a esa institución en términos de imagen, aunque haya tenido que transigir con ciertos debates propios de la profesión, que para otros servicios hubieran sido mucho más incómodos o incluso imposibles de asumir. Hacerlo es en sí mismo una buena prueba de que la DGSE está realmente abierta a la crítica de la sociedad, de lo cual es también prueba la abundancia de entrevistas y reportajes en los medios franceses, y de ello quedan bastantes ejemplos en You Tube. Y también de que no se toma al espectador por tonto.
El caballo de batalla de la serie es el equilibrio entre realismo y ficción, la principal problemática del relato de espías. En Oficina de infiltrados está bien resuelto, lo cual viene avalado por el testimonio de los veteranos de la misma DGSE. De entrada, el servicio cedió instalaciones reales en su sede central para la filmación de la serie: ubicación, despachos, salas de reuniones, que son verídicos (aunque aportando un toque de diseño que también encontramos en las comisarias de Policía de algunas series españolas o la sede del CNI que se nos muestra en El Príncipe). Los procedimientos operativos, sobre todo a escala de planificación, mando y control, también son auténticos. Las células de crisis o las reuniones con representantes de otros servicios, e incluso con los delegados del gobierno, son muy interesantes sobre todo en lo relativo a la dinámica de las transacciones. Aunque, según el veterano agente francés Alain Chouet, es pura fantasía la desenvoltura y hasta agresividad con la que se trata en ocasiones a los delegados de la CIA y el Mossad.
Oficina de infiltrados dedica una especial atención a la utilización de medios modernos, y mas concretamente al papel que juega la tecnología electrónica e informática. No puede ser menos en la narrativa sobre un servicio de inteligencia del siglo XXI. Y resuelve muy bien el desafío, con explicaciones detalladas pero comprensibles sobre las capacidades de seguimiento de teléfonos móviles, hackeo sobre la marcha, pirateo, papel de las nuevas generaciones de (muy) jóvenes programadores, estrategias agresivas de clonado de datos, traficantes (controlados) de recursos electrónicos, y un largo etcétera. La telefonía móvil es el caballo de batalla de todo ello. Es, lo que hay, y hay que contarlo; se trata de narrativa sobre un servicio de inteligencia actual y no de un club de ingeniosos y virginales boy scouts. Y esta es otra de las «pruebas del algodón» que la DGSE pasa con notable alto. Si accedes a respaldar un relato que en parte va a promocionar tu propio servicio de inteligencia, hay que ir a por todas.
¿Pero acaso no hay algo de ficción en ese despliegue? Por supuesto que si: resulta indispensable añadir ese plus de salsa picante, sin llegar a las fantasías fanfarronas de los films de James Bond. Porque además, caer en el exceso hace que la novela o película de espías envejezcan mal y con rapidez. Pero darle un poquito de alegría tecnológica a la narración, resolviendo de paso el desafío de integrar los nuevos lenguajes y situaciones resulta muy estimulante. Y no rompe para nada el tratamiento de ficción hiperrealista que se le da a la narración.
También hay fantasía en la dinámica de algunos personajes y las situaciones en las que se ven inmersos. La serie gira en torno a la Odisea de ese Ulises que es Guillaume Debailly, alias «Malotru», al que damos por definitivamente desaparecido en algunos momentos de la serie, pero cuya astucia e inteligencia devuelven una y otra vez a la vida. Su Penélope es la siria Nadia el Mansour, lo que implica que hay una historia de amor en el corazón dinámico de la serie: algo muy francés. Por supuesto, algunas de las huidas de Malotru, por no decir todas ellas, son rocambolescas y en la práctica, imposibles; y no ya porque la realidad del entorno no lo permitiría, sino porque los mismos procedimientos reguladores de la DGSE lo harían impracticable.
Pero si el personaje es rocambolesco, no lo es más que la protagonista de la serie Homeland, Carrie Mathison. O incluso que el mismo George Smiley de John Le Carré. Los protas de las series o sagas de espías no pueden ser «normales», porque en ese caso resultarían demasiado aburridos y, sobre todo, porque su tarea es la de concentrar en su persona las contradicciones, dudas, grandezas y miserias de su profesión.
En Oficina de infiltrados se exploran los límites de la lealtad y la vida privada, el manejo (manipulación) de las voluntades ajenas, las ambiciones o cuentas pendientes personales, el contacto con la realidad, la vocación profesional y, muy importante, la utilidad y eficacia real de los servicios de inteligencia en el mundo actual. Y todo ello está presente en cada capitulo, en cada minuto de la serie. En el perro del Daesh que Malotru logra «reclutar» en plena cautividad hasta convertirlo en un amigo y símbolo de su misma soledad. En la deserción de Karlov que tiene más de ajuste de cuentas y de trofeo deportivo que de utilidad real (o al menos no le tratan con la atención que él le dedica al francés en Moscú y pasa lo que pasa). El personaje de JJ, controvertido hasta el final. El chasco final de Jonas, aunque no tan trágico como el del ruso Misha, el amigo y mñas tarde amante de Marina Loiseau.
En definitiva, como explicaba uno de los personajes de las novelas de Robert Littell, el mundo de los espías viene definido como “un territorio en el que lo más importante es la capacidad para evaluar la información contradictoria, en el que las pautas son el caparazón de las conspiraciones, engaños dentro de los engaños, jugadas tras las jugadas, una selva de espejos en la que es fácil perderse y que hay que cruzarla para sobrevivir”.
Completando los datos sobre el balance realidad-fantasía de la obra, hay que decir que es una serie dirigida por Eric Rochant, quien no ha pertenecido a la DGSE ni a ningún otro servicio de inteligencia, pero que como explica Yves Trotignon en su estudio sobre la serie titulado Politique du secret, logra captar la esencia de la lógica de la información de inteligencia a partir de sus dos autores de referencia y cabecera: John Le Carré y sobre todo, Robert Littell. Lo cual contradice, una vez más, ese aserto de que hay que haber pertenecido a un servicio de inteligencia para ser un buen escritor o productor de narrativa de espionaje.