Una casuística curiosa dentro del relato de espionaje es el de las “novelas de espías fuera del género”. Un caso representativo es el de las obras de Javier Marías comenzando con Tu rostro mañana (2009), que compila la trilogía Fiebre y lanza (2002); Baile y sueño (2004); Veneno y sombra y adiós (2007). Y además, como títulos aparte: Berta Isla (2017) y la recientemente publicada Tomás Nevinson (2021).
En una reseña apologética publicada en El País, Juan Carlos Galindo escribía (27 de octubre de 2017): “Sí, ya sé que el propio Marías ha dicho que ni Berta Isla (Alfaguara) ni la trilogía de Tu rostro mañana son novelas de espías. Es cierto, son mucho más, pero tienen en su interior una aproximación más que notable al mundo del espionaje. No son novelas de espías pero están pobladas por ellos, por sus miedos, por sus obsesiones, por sus preocupaciones. Por la suyas y por las de quienes les rodean”.
Y continúa: “Thomas Nevinson, o Tomás o Tom, es un agente secreto en cuya voz encontramos algunas de las mejores reflexiones sobre el trabajo en ese submundo y sus repercusiones: “No debes preguntarme qué voy a hacer” le dice en un momento dado a Berta Isla, su mujer, condenada por decisión propia a aceptar, a esperar, “porque eso no lo sabré. Ni qué he hecho, porque en realidad no habrá hecho nada, lo que yo haga no habrá ocurrido, no consta en ninguna parte, no hay registro de ello ni lo debe haber. Lo que quiera que ocurra no habrá sido por mí porque quienes participamos en esto estamos pero no existimos, o existimos pero no estamos”.
«También habla de la espera, de la obsesión por lo contado, del poco prestigio de lo no ocurrido. Y aquí, como en Tu rostro mañana, hay maravillosas escenas de reclutamiento, elegantes profesores de Oxford al servicio de su Majestad, oscuros intereses y malas artes. Aparece ocasionalmente míster Tupra, personaje esencial de la trilogía y uno de los espías más interesantes de la literatura actual. En definitiva, un compendio magnífico de temas, personajes y obsesiones del género”.
Una reseña cuya exaltación podría haber servido también para glosar una telenovela colombiana firmada por el mismo Javier Marías, puesto que sus novelas-de-espías-que-no-son-de-espías poseen una estructura narrativa de va y ven, toma y daca entre los personajes, compatible con una soap opera de drama psico-emocional. En las páginas de esas novelas podemos leer extensos coloquios/soliloquios entre Javier Marías y Javier Marías, como jugando al ajedrez consigo mismo, siempre encantado de conocerse, sobre temas de gran trascendencia moral o histórica. El resultado son larguísimas novelas de esas que actualmente las grandes editoriales comerciales gustan de vender a peso, quizá para justificar el precio del papel.
Este comentario no pretende disuadir al lector de que compre y lea -dos acciones diferentes- novelas de Javier Marías, sabiendo que adquiere obras de un autor que tiene su público comercial incondicional, y que aplaudirá cualquier cosa que escriba o diga. Tampoco es un juicio sobre la calidad literaria real de las obras de Javier Marías, a pesar de que aquí se insiste mucho en la necesidad de insuflar precisamente eso al relato de espías clónico. Otro asunto diferente es que se presenten estas obras de un género al que no representa, ni por verosimilitud de tramas, ni por realismo de perfiles sicológicos y de ambientación. No sabemos si Tomas Nevinson es un oficial de inteligencia o un simple pistolero, pero si que es un agente siempre pedante; una versión afrancesada con sobrecarga Nouvelle vague, del tan traído y llevado George Smiley; que si, que era un apasionado de la poesía barroca alemana, pero no ocupaba páginas y páginas con digresiones pilladas por los pelos sobre Weltflucht y Weltsucht.
El mundo de espías que nos vende Marías tienen muy poco que ver con los miedos, obsesiones y preocupaciones de un agente de inteligencia de hace veinte o treinta años, no digamos de uno actual; y las reflexiones supuestamente transcendentes sobre el momento histórico parecen provenir más del tópico periodístico que del conocimiento, ni que sea tangencial que pueda haber tenido el galardonado autor con ese mundo, más allá de algún -emulo de Aleksander Kogan en Oxford.
Últimamente, Eduardo Mendoza también se ha apuntado al carro de los «espías de papel», con su Transbordo en Moscú (2021) pero en este caso cae más en una órbita conocida: el esperpento habitual en parte de la literatura española, más el realismo mágico que nos legó el boom latinoamericano. Y ese mundo da mucho de sí, porque además enlaza con el subgénero de las parodias de espionaje, donde hay numerosos y bien conocidos títulos, que van de lo puramente grotesco a cierto grado de experimentación literaria.