La novela de Roldán

En 1995, cuando Antonio Muñoz Molina escribió el artículo que sigue a continuación, todavía era un tópico de gran aceptación periodística que, con el fin de la Guerra Fría, había terminado la era dorada de los espías. Nada más lejos de la realidad, muy al contrario: los servicios de inteligencia se iban a repotenciar hasta extremos inimaginables y eso en muy poco tiempo.

Pero con todo y estar desfasada en un cuarto de siglo, la pieza de Muñoz Molina contiene reflexiones de interés. Parece ser cierto que los espías son grandes aficionados a las novelas de espías, como afirmaba Remnick; lo cual es debido a que, en efecto, la profesión, en sus modalidades más dramáticas, puede convertirse en toda una forma de vida e incluso en una filosofía; lo cual, a la larga, como sucede con todas las profesiones, por más intensas que sean (o precisamente por ello), puede resultar tedioso a más no poder. Y eso no siempre tiene mucho que ver con las valoraciones periodísticas, con aquello de: «¿Cómo no estaban informados los servicios de inteligencia de lo que iba a ocurrir?». O la presunción de que los espías no entienden lo que tienen, delante cuando en nuestros días una buena parte de la información para los análisis de inteligencia proviene de fuentes abiertas, comúnmente denominadas OSINT, y el problema está en procesar la avalancha de la información que genera la realidad.

Por todo ello, resulta divertido comprobar cómo Muñoz Molina era víctima, él mismo, del eterno teatro del espionaje y del desierto de espejos, que sitúa al articulista al mismo nivel que su lector: en la tierra de nadie de la desinformación interesada; del comprador en el bazar, que no sabe si ha pagado mucho o poco por las babuchas para turistas que acaba de comprar.

Es cierto que escasean las buenas tramas de espías en la Literatura española. Pero la de Roldán a la fuga, esa precisamente, esa, no fue en modo alguno la peor historia posible. Al menos hasta que el periodista y profesor alicantino Manuel Cerdán publicó su Paesa: el hombre de las mil caras en 2006 (Plaza & Janés), novelando la investigación sobre el increíble periplo imaginario del fugado Roldán, manejado por ese master spy que es Francisco Paesa (por cierto ¿vive, ha fallecido de verdad?). Diez años más tarde, el afamado director Alberto Rodríguez estrenaba su película, con el mismo título, y se convertía en obra de culto del cine español. Una historia inverosímil -como casi todo en el mundo de los espías- pero verídica, al fin y al cabo. Sólo así se sale adelante en esa realidad paralela de chisteras y conejos.

En la fotografía que ilustra el post: Roldán, en traje azul marino, interpretado por el actor Carlos Santos en el film de Alberto Rodríguez, «Paesa: el hombre de las mil caras» (2016)

La novela de Roldán

ANTONIO MUÑOZ MOLINA EL PAÍS, 15 MAR 1995 – 00:00 CET

El periodista norteamericano David Remnick, que ha escrito mejor que nadie la crónica de la ruina de la Unión Soviética y del sórdido desastre que ha venido después, asegura en un artículo reciente que todos los antiguos espías, los del Este y los del Oeste, comparten una desmedida afición por las novelas de espías. Remnick, que visitó en Moscú a Kim Philby cuando ya era un anciano alcohólico y temblón en zapatillas de paño, dice que en los apartamentos vulgares de los espías retirados suele haber muy pocos libros, pero que casi todos los libros que hay son novelas de espionaje, y no las más sutiles o las de mayor calidad, como las de Graham Greene o John le Carré, sino las otras, las novelas baratas de secretos atómicos y chicas en ropa interior que se veían antes en los quioscos españoles, los ladrillos de 800 páginas sobre conspiraciones mundiales, en los que se especializó años atrás Frederick Forsyth y que han llevado al paroxismo destajistas reaccionarios del best seller como Robert Ludlum, Tom Clancy o Michael Crichton.

Por culpa de la literatura, del cine y de la guerra fría, el espionaje ha sido un oficio absurdamente sobrevalorado. La derecha atribuía a mitológicos agentes a sueldo de Moscú todas las revoluciones, y convertía en espionaje y traición toda disidencia: las personas de izquierdas imaginábamos simétricamente que la CIA gobernaba el mundo desde la oscuridad, y esa superstición compartida (le que inteligencias omnipotentes y secretas libraban una guerra oculta y regían desde sus sótanos y sus cuarteles generales las más triviales incidencias de la historia visible confirmaba su persuasión con el brillo irresistible de lo literario. De igual modo que las películas de la Warner de los años treinta habían otorgado una estatura heroica y una poesía de perdición a la vulgar brutalidad de los gánsteres, las novelas y el cine de espías nos hicieron imaginar un reino de sombras hostiles, de batallas silenciosas dotadas de la geometría y la inapelabilidad del ajedrez y celebradas secretamente en un tablero que abarcaba el mundo, sus oficinas, sus callejones, sus refugios clandestinos, sus idiomas herméticos. En las películas de Raoul Walsh, James Cagney, con sus trajes entallados, sus sombreros torcidos sobre la cara y su furiosa determinación de desastre, era el Ángel Caído: en las novelas de espías, lo mismo en las de John le Carré que en las de Ian Fleming, la guerra fría acababa siendo la pupulosa contienda de los ángeles leales y los malvados, y a los supremos combatientes de ambos ejércitos se les otorgaban atributos prácticamente divinos: la omniscencia, la omnipotencia, la invisibilidad.

Enseguida se vio que no era para tanto. Con todo ese lujo de satélites espías, de agentes dobles y de sutilezas tecnológicas, ningún servicio occidental advirtió que el único secreto de la Unión Soviética era su absoluto desastre. Igual que don Quijote confundía la realidad con los libros de caballerías, los espías imaginaban el mundo en forma de mala novela de espionaje y estaban tan ocupados en los retorcimientos y en las ruinas de su propio oficio que apenas llegaban a interesarse por la realidad. Cuando Kim Philby, que tenía el gusto literario más cultivado que la mayoría de sus colegas, leyó El espía que volvió del frío le dijo a John le Carré que el argumento de su novela era demasiado perfecto para no ser inverosímil. Ningún servicio secreto, confesó luego el propio Le Carré, habría podido llevar a cabo un juego de traiciones tan sutil, una conspiración tan milimétrica, tan sofisticada como la partitura de un cuarteto de cuerda.

Dice David Remnick que la conversación de los ex espías suele ser un catálogo impresentable de embustes de baja calidad y lugares comunes de las novelas de espías. Trastornados por ellas, por la deformación del secreto, son incapaces de ver y comprender lo que tienen delante de los ojos. En la actualidad española de ahora mismo ocurre exactamente lo contrario, que no se entiende nada la realidad, o al menos la versión de la realidad que nos aterra o nos marea cada mañana en el periódico, si no se dilucida en ella el rastro de las malas novelas de intriga y conspiración internacional. Vientiane y Bangkok sólo pudieron ser elegidos como escenarios de la novela de Luis Roldán por algún lector de mala literatura adicto a un cosmopolitismo de folletos de viajes a países exóticos. El fugitivo sin descanso que viaja de un extremo a otro del planeta cambiando fluidamente de identidad y pasaporte, como un eremita o un fantasma de los hoteles de lujo y de las salas de primera clase de los aeropuertos, es un personaje tan repetido y tan exhausto que ni el John le Carré de los últimos tiempos ha logrado animarlo con el soplo misterioso de la verosimilitud.

En los últimos días, para que nada falte en el consabido repertorio, se ha agregado a la novela un ex agente del MI6 británico, que es como esos actores americanos medio olvidados y arruinados que en los años sesenta accedían a participar en los spaghetti-westerns de Almería. Manuel Vázquez Montalbán ha logrado trasladar con dignidad a la literatura española la figura del detective privado, pero por algún motivo nadie ha sabido inventar hasta ahora en España tramas aceptables de espías. En términos políticos y morales, el ascenso, caída, desaparición y captura de Luis Roldán constituyen una historia nauseabunda, pero su calidad literaria es todavía más baja, y sólo, puede entenderse algo de ella si se la mira a la luz de las peores novelas: las fotos borrosas en los aeropuertos, los intermediarios con gafas oscuras dedicados al tráfico de armas, la enigmática gabardina, que sin duda es la clave de todo: Luis Roldán llevaba gabardina a 30º de temperatura para parecerse a un personaje de una novela o de una película de espías.

* Este artículo apareció en la edición impresa del martes, 14 de marzo de 1995.